sábado, 16 de marzo de 2013

Johann Sebastian Bach: La Pasión según San Mateo, BWV 244

Jörg Dürmüller, Evangelista
Ekkehard Abele, Cristo
Cornelia Samuelis, soprano
Bogna Bartosz, Contralto
Paul Agnew, tenor
Klaus Mertens, bajo
Coro Infantil de la Iglesia de los Sacramentos de Breda
 Orquesta y Coro Barrocos de Ámsterdam
Ton Koopman, director
 
La más grande historia jamás contada (The Greatest Story Ever Told) fue una típica superproducción de Hollywood, dirigida en 1965 por George Stevens y protagonizada por Max von Sydow. Como tantos otros empeños cinematográficos por llevar a las pantallas la Pasión y muerte de Cristo, excepción hecha quizá de Il Vangelo secondo Matteo de Pier Paolo Pasolini, la película se quedó en la epidermis narrativa de los hechos, desprovistos de gran parte de su trascendencia espiritual en aras de potenciar los aspectos más dramáticos de la historia, una tendencia que alcanzó cotas especialmente sanguinolentas en la reciente y controvertida The Passion of the Christ del fervoroso Mel Gibson.
Pocos —salvo probablemente, de nuevo, Pasolini, que prefirió prescindir del rojo y nos sirvió su propuesta en un contundente blanco y negro— alcanzaron a comprender que el modelo a imitar había quedado fijado hace casi tres siglos,  cuando los fieles de Leipzig debieron de asistir, anonadados, a la primera interpretación de la Pasión según San Mateo (o, como reza el título del manuscrito autógrafo, en latín, la Passio Domini Nostri Jesu Christi secundum Evangelistam Matthæum) de Johann Sebastian Bach, que culminaba así una práctica secular de declamar la crucifixión y muerte de Cristo durante los oficios de Semana Santa que se remontaba a la Edad Media. Caracterizado en principio por una gran economía de medios, el género fue poco a poco independizando las voces de los protagonistas de la narración bíblica y acentuando las diferencias estilísticas entre unas y otras.
Bach se apartó de la tradición que representaba su más ilustre antecesor en este campo, Heinrich Schütz, en cuyas Pasiones alternaban recitativos y breves coros polifónicos a cappella, y se decantó por construir sus obras utilizando un esquema formal muy similar al elegido para sus cantatas. Se trataba a la postre en ambos casos de composiciones litúrgicas, en un caso de una duración breve, ya que su destino era el servicio divino que tenía lugar todos los fines de semana y en la celebración de las fiestas más importantes del calendario eclesiástico, y en el otro de una entidad mucho mayor, puesto que así lo exigía un relato de una extensión considerable, integrado por una sucesión de acontecimientos claramente individualizables (Última Cena, Negaciones de Pedro, Oración en el huerto de Getsemaní, Prendimiento, Crucifixión, Muerte) que reclamaban un tratamiento pormenorizado, y que se interpretaba sólo con periodicidad anual el día de Viernes Santo.
No hay ninguna narración, inventada o real, que haya alcanzado en la cultura occidental una difusión semejante a la de la crucifixión y muerte de Cristo. Ello se explica no sólo por su fuerza dramática excepcional, sino porque en él convergen los pilares fundamentales en que se asienta la fe cristiana. Aunque han sido muchos los compositores que se han servido de ella en el curso de los siglos (hay ejemplos muy recientes de Wolfgang Rihm o Sofia Gubaidulina), ninguno ha trascendido su misterio o ahondado en los símbolos que lo pueblan como Johann Sebastian Bach. Tal y como la entendió el músico alemán, en su obra no sólo se relatan unos hechos. También se interiorizan para, a continuación, reflexionar profunda y pausadamente sobre ellos, en privado o como parte del colectivo que, en clara comunión con una interpretación de la que quiere formar parte, entona los corales. A diferencia de la liturgia católica en latín, cuya música había alcanzado dosis tan altas de refinamiento y complejidad que había dado lugar a un cierto alejamiento por parte de la congregación de la vivencia personal del hecho religioso, la liturgia protestante incidió desde un primer momento en la inteligibilidad de los textos y en la participación activa de la congregación. De ahí que la obra se desarrolle íntegramente en la lengua vernácula de los fieles de Leipzig la ciudad en que vio la luz por vez primera en 1727, y no 1729, como se había venido creyendo tradicionalmente hasta la nueva cronología fijada en 1975 por Joshua Rifkiny que tenga como torso a ese prodigio literario que es la traducción alemana de la Biblia realizada por Lutero.
La Pasión según San Mateo es el lugar de encuentro de todas las conquistas formales y estilísticas alcanzadas por Bach a lo largo del intenso y enriquecedor proceso compositivo de las cantatas, por un lado, y de su antecedente más inmediato, la Pasión según San Juan, por otro. En ese sentido, ocupa una posición semejante a la de la Misa en Si menor, El clave bien temperado o El arte de la fuga, obras todas de Bach que son, asimismo, un compendio de saberes anteriores, un punto de encuentro de experiencias pasadas, un reto para generaciones futuras.
La Pasión según San Mateo es una obra enriquecedora porque, a pesar de seguir con esmero las más mínimas inflexiones de un texto narrativo pródigo en símbolos, basa una buena parte de su fuerza expresiva en la dialéctica entre fuerzas opuestas. De la interrelación (que puede traducirse en hegemonía, enfrentamiento, unión, complicidad...) entre los dos coros, las dos orquestas, los dos grupos de solistas, los dos bloques instrumentales encargados de traducir el bajo continuo, surge el vigor constantemente renovado que recorre la narración de principio a fin y la estructura formal que la vertebra con asombrosa perfección.
En nada le afectan los préstamos que, según una tradición inveterada en Bach y perfectamente asumible en una persona con la magnitud de sus obligaciones compositivas, asoman en diferentes momentos de la obra. La tensión dramática no decae un solo momento y Bach, que es muy probable que estuviera lejos de ser ese compositor místico, transido por la fe y entregado ciegamente a su labor de propagador de la causa luterana que muchos han querido presentarnos (ha llegado a ser bautizado como “El Quinto Evangelista”), ordena y mueve sus piezas con la precisión de un ajedrecista. Consciente de estar escribiendo una música funcional toda obra litúrgica forzosamente lo es, Bach está obligado a respetar ciertas convenciones, pero su sujeción a algunos de los patrones impuestos por la tradición corre parejo a su pericia para elevarse por encima de ellos.
Cuando concibe la obra, el compositor acaba de franquear la cuarentena y se encuentra en un momento de esplendor creativo. Leipzig aún no le hastía, su puesto de cantor de la Thomasschule lo mantiene en contacto constante con la música práctica (él ya se bastaba por sí solo para especular en privado), compone cantatas de una calidad sobresaliente semana tras semana, retoma y retoca composiciones anteriores, está al tanto de cuanto se hace musicalmente en Europa, perfecciona su técnica. Las cantatas constituyen su principal banco de pruebas de cara a las Pasiones, donde conviven a gran escala recitativos, ariosos, arias, coros, corales y diversos instrumentos obbligati, incluida la cada vez más infrecuente viola da gamba, que tiene confiadas dos arias decisivas de la composición. La Pasión según San Mateo se erige, por tanto, en una suerte de cenit de esos primeros años lipsienses de feracidad creativa y es rica en el empleo de los procedimientos técnicos y retóricos más diversos, que vienen dictados tanto por razones estrictamente musicales (una partitura de estas dimensiones ha de recurrir inevitablemente a la variedad) como por la pura interpretación religiosa que Bach brinda de los hechos expuestos. Si en este último caso el compositor pudo dar rienda suelta a su libertad personal como creyente y como experto conocedor de la tradición litúrgica y teológica luterana, en el primero Bach hubo de ceñirse a la hora de dar concreción a sus ideas a los instrumentistas y los cantantes que el concejo de Leipzig ponía a su disposición. Pero las restricciones a lo que quizá fueran sus verdaderos deseos nunca fueron un obstáculo para un compositor dotado de una intuición dramática colosal. Son estas circunstancias y no otras las que explican en buena medida las notorias diferencias existentes entre la Pasión según San Juan y la Pasión según San Mateo, que sirven a idéntico fin desde planteamientos muy diversos.
Philipp Spitta, por ejemplo, el gran biógrafo de Bach que ha visto cómo muchas de sus afirmaciones y suposiciones −especialmente las referentes a la cronología de la producción bachiana− se han visto rebatidas posteriormente, fue uno de los primeros en adjudicar a la obra que hoy escucharemos una posición de superioridad respecto de la Pasión según San Juan. Veía en ésta una obra menos contrastada, con una fuerza expresiva más modesta (¿por qué no simplemente menos cercana de la sensibilidad decimonónica?), carente de monumentalidad, todo ello consecuencia directa del tono algo distanciado adoptado por Juan respecto de los dramáticos hechos relatados. La figura de Jesús aparece también en la obra posterior más ennoblecida y humanizada, mientras que los textos poéticos añadidos, salidos de la mano de un libretista conocido (Picander), realzan y alternan con mayor fluidez con la propia narración evangélica, que les sirve indefectiblemente de punto de partida e inspiración. Para acentuar la situación de certidumbre de una e incertidumbre de otra, contamos con una partitura autógrafa de Bach realizada en 1736 que recoge la que podría considerarse la versión definitiva de la Pasión según San Mateo, la que sirve de base de todas las interpretaciones actuales; de su antecesora, sin embargo, no nos ha llegado ninguna versión sancionada por la auctoritas de Bach, ya que éste comenzó a preparar a finales de la década de 1730 una copia autógrafa a limpio que quedó bruscamente interrumpida tras el décimo folio. Y no sólo eso, sino que tenemos constancia de la existencia en su día de hasta cuatro versiones diferentes (lo que no excluye la posibilidad de que no fueran más en su momento) que exhiben divergencias manifiestas entre sí y que se hallan envueltas, asimismo, en un cierto aura de misterio, hasta el punto de que la propia datación precisa de dos de ellas se presenta como una empresa plagada de dudas y dificultades.
Desde que, con sólo veinte años, Felix Mendelssohn reclamara para sí un importante capítulo de los libros de historia al dirigir en la Singakademie berlinesa, fundada por su abuela materna, la primera recuperación moderna de la Pasión según San Mateo de Bach el 11 de marzo de 1829, en lo que entonces se consideraba el centenario del estreno, una y otra han figurado de manera prominente en el canon musical occidental y se programan con asiduidad en todo el mundo.
Sólo las grandes obras maestras admiten un acercamiento tan reiterado y, al mismo tiempo, tan plural. Piero Buscaroli, que ha intentado limpiar de impurezas la imagen deformada que nos legó de Bach la Alemania decimonónica, tan orgullosa de haberlo recuperado y rescatado del olvido, se ha referido a la Pasión según San Mateo como a una “Ilíada cristiana, clímax supremo de la religiosidad luterana”. Es atinada la comparación, porque la gesta troyana y la cólera de Aquiles contadas  por Homero admiten también infinitas lecturas. Por ello tiene igualmente sentido escuchar año tras año la Pasión según San Mateo de Bach.
Su riqueza musical y su polisemia conceptual son tan grandes que es imposible, por bien que creamos conocerla, que nos provoque el hastío. Estamos, al fin y al cabo, ante una historia contada (y cantada), por más que su partida de nacimiento quiera situarla en un lugar y un momento histórico muy precisos, de modo intemporal.
¿Cómo escuchar la Pasión según San Mateo? Lo esencial es quizá, debe insistirse en ello, no perder de vista en ningún momento que estamos ante una obra litúrgica y, por tanto, funcional. Aunque hoy acostumbremos a oírla cómodamente instalados en el salón de nuestra casa o, como hoy, en una moderna sala de conciertos, su ámbito natural es una iglesia protestante, con las dos orquestas y los dos coros enfrentados, y en el seno, por supuesto, de un servicio litúrgico de Viernes Santo. Este es el marco espacial y verbal para el que fue concebida y en el que, al menos, habremos de situarnos mentalmente. Las arias no sirven a un propósito teatral y los coros nada tienen que ver con las exclamaciones de un colectivo determinado en una ópera. Al margen de la pura belleza sensual, y sin que importe para ello el credo que profesemos, la Pasión según San Mateo debe escucharse como una obra religiosa. Sólo así puede entenderse su estructura, el papel desempeñado por los corales que la atraviesan sin cesar (estas sencillas melodías constituyen la máxima encarnación de la música luterana y la simiente principal del esplendor del Barroco musical alemán) o la simbología que alienta tras el recurso a determinadas soluciones musicales. Resulta también por ello imprescindible seguir en todo momento los textos cantados. La simbiosis entre música y palabra es un componente esencial de la obra, como lo es en una ópera de Verdi o en el Officium Defunctorum de Tomás Luis de Victoria. Renunciar a saber qué canta Jesús en sus ariosos, la turba en sus coros, los solistas en las poéticas reflexiones de sus arias, el Evangelista en su personal relato de los hechos (su empatía le impele a hacer suya por anticipado, por ejemplo, la pesadumbre de Pedro tras sus tres negaciones) o la congregación en los corales equivale a ignorar la función primordial a la que sirve esta música: ilustrar, en el más alto sentido del término, e iluminar una historia inmortal.
Acabemos estas líneas volviendo al principio, con otra breve referencia cinematográfica. El único director que ha sabido plasmar en imágenes el significado, la fuerza y el misterio de la fe (Carl Theodor Dreyer en Ordet, capaz de emocionar y turbar al espíritu más agnóstico) acarició durante años la idea de poner fin a su carrera filmando la Pasión de Cristo. Llegó a concluir el guión de su Jesús, pero la muerte lo sorprendió antes de poder encontrar la financiación necesaria para realizar la que, sin ningún género de dudas, habría sido una de las más grandes realizaciones artísticas de los mismos hechos históricos que inspiraron a Bach. Estas son las últimas frases de su guión: “[Un plano largo. El centurión sentado con unos pocos soldados que han recibido la orden de quedarse hasta que todos los crucificados estén muertos. Los verdugos se han ido. Los soldados han abierto sus morrales y empiezan a comer. Por medio de un fundido los soldados y las cruces de los dos revolucionarios desaparecen lentamente. La cruz con Jesús permanece. Vemos la sombra de la cruz alargándose hasta que sobrepasa el marco de la imagen]. Narrador: Jesús muere, pero en la muerte logró lo que había empezado en la vida. Su cuerpo fue asesinado, pero su espíritu vivió. Sus enseñanzas inmortales llevaron a la humanidad por todo el mundo la buena nueva del amor y la caridad predicha por los profetas judíos de la antigüedad”.
En el Nekrolog redactado por Carl Philipp Emanuel Bach y Johann Friedrich Agricola para la Musikalische Bibliothek de Lorenz Mizler, se afirma claramente que Bach compuso “Cinco Pasiones, entre las que se encuentra una a dos coros” (Fünf Paßionen, worunter eine zweychörige befindlich ist), referencia inequívoca esta última a la obra que escucharemos hoy, cuya sombra es tan alargada como la de esa cruz que ponía fin al Jesús que imaginó Dreyer. Esas tres Pasiones hoy perdidas habitan en el mismo mundo que ese Jesús que jamás veremos. La película llegó a existir únicamente en la mente del director danés; las pasiones sí sonaron en su día, pero tan elocuente y dolorosa es hoy la blancura de una como el silencio de las otras.


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