sábado, 9 de marzo de 2013

Jacques Offenbach: Los cuentos de Hoffmann


PLÁCIDO DOMINGO - Hoffmann
LUCIANA SERRA - Olympia
CLAIRE POWELL - Nicklaus
ROBERT LLOYD - Lindorf
ROBERT TEAR - Spalanzani
GERAINT EVANS - Coppélius

GEORGES PRÊTRE - Director
JOHN SCHLESINGER - Director escénico
Royal Opera House - Covent Garden, 1981

Los cuentos de Hoffmann es la única ópera seria escrita por Jacques Offenbach, y su contenido sintetiza los más altos valores de este inspirado autor de óperas bufas, operetas y oberturas festivas, que quiso elevar los alcances de su obra con la creación de esta ambiciosa expresión lírica.
La ópera está basada en un libreto de Barbier y Carré, que se inspira a su vez en tres fantásticas historias del poeta alemán Ernest Theodor Amadeus Hoffmann (el mismo Hoffmann es un personaje de la ópera, hecho que se repetía en muchas de sus historias). Los cuentos en los que se basa la ópera son Der Sandmann, Rath Krespel, y Das verlorene Spiegelbild, cuyos relatos gozaron de intensa popularidad en el siglo XIX.

La ópera fue escrita en 1880, el mismo año de la muerte del autor, quien falleció pocos meses antes de que Los cuentos de Hoffmann fuese estrenada, acontecimiento que tuvo lugar en la Opéra-Comique, de París, el 10 de febrero de 1881. Este curioso designio del destino, que privó al compositor de presenciar la primera representación de su creación máxima, considerada por la crítica como su obra maestra, e interrumpió también los futuros planes de Offenbach, empecinado en su propia superación.
La idea para Los cuentos de Hoffmann fue concebida en la mente de Offenbach durante una visita a América en 1876, cuando recordó una obra de Barbier y Carré que había visto en el Teatro Odeón de París, en 1851. Al volver, vio que Barbier había adaptado la obra para el compositor Hector Salomon, quien al final cedió el libreto a Offenbach. La tarea fue lenta, ya que el autor al mismo tiempo tenía que escribir nuevas operetas y supervisaba montajes de reposición de éxitos anteriores. Su salud comenzó a declinar, pero el 18 de mayo de 1879 ofreció en su casa una interpretación privada de Los cuentos de Hoffmann, a la que asistió el director de la Opéra-Comique, Léon Carvalho, y Herr Jauner, del Ringtheater de Viena.

Offenbach concedió los derechos a la Opéra-Comique y llegó a presenciar varios ensayos antes de su fallecimiento. Había terminado la partitura de canto y piano y orquestado el prólogo y el primer acto, dejando un bosquejo de la orquestación de los demás actos, los cuales completó finalmente el compositor y profesor de música francés de origen americano, Ernest Guiraud, quien también compuso los recitativos que sustituyen a los diálogos originales escritos por Offenbach.
En la primera función, el 10 de febrero de 1881, el acto de Venecia se omitió por completo y la barcarola se incluyó en la escena de Antonia. Más tarde, en el estreno en Viena, se recuperó la escena de Giulietta, pero se cambió el final, de modo que en lugar de morir envenenada, Giulietta zarpaba en una góndola.

La música de Los cuentos de Hoffmann, sin pretender revolucionar el teatro lírico, posee una fuerza y seducción irresistibles, apareciendo fragmentos como Les oiseaux dans la charmille que canta la soprano, exhibiendo el virtuosismo propio de la "coloratura" o la popularizada Barcarola que se sitúa en los comienzos del segundo acto como modelos que identifican la gracia y el encanto de los temas de Offenbach, cuya finura, delicadeza temperamental y sutilísima fantasía, se adaptan admirablemente a la caprichosa atmósfera de los célebres cuentos del poeta alemán.
La acción ocurre en el siglo XIX, durante una época no especificada, en Núremberg (Prólogo y Epílogo) y también en sendos actos en París, Múnich y Venecia.

La ópera se ha representado  hasta hace no mucho con el acto de Giulietta como segundo y el de Antonia como tercero, pero el orden original era el inverso, según se ha podido establecer recientemente.

PRÓLOGO
En la taberna de Luther

Cerca del teatro, la taberna es el lugar de encuentro de los estudiantes. Allí, el consejero Lindorf observa al criado de la cantante Stella mientras lleva una carta destinada al poeta Hoffmann. Después de largos viajes y numerosas aventuras, éste ha convertido la taberna de Lutter en su local predilecto (demasiado frecuentado), donde suele rodearlo un grupo de jóvenes para oír sus fascinantes relatos y fantasías. En ese momento se encuentran todos en la vecina ópera, donde está por terminar el primer acto del Don Juan de Mozart y la diva Stella es aclamada. Sólo Lindorf está ya en la taberna, en la que retiene al criado de Stella; Lindorf aparecerá en todos los relatos de Hoffmann con diferente figura: es un demonio al que el poeta nunca ha podido echarle el guante en la vida cotidiana. Y también entra en juego un ser (al que en muchas versiones, erróneamente, se margina, a pesar de que en último término alcanza una gran significación): la musa de Hoffmann, su inspiración, su arte de la poesía. Por lo tanto, tampoco la musa, como Lindorf, es una criatura totalmente “real”, sino más bien alguien perteneciente a un “reino intermedio”, algo que el Romanticismo llevó con frecuencia a la escena. Lindorf quiere poseer a la bella Stella, de la que sabe que antes, en alguna ciudad, fue amante de Hoffmann. Ella envía a Hoffmann una carta con la llave de su habitación. Lindorf compra al criado ambas cosas; Hoffmann, como todas las noches, se emborrachará y se desplomará sin sentido. Lindorf puede disfrutar de su triunfo.
Llegan los estudiantes y llenan el local. A continuación lo hace Hoffmann, ruidosamente saludado, acompañado como siempre por su amigo Nicklausse, en quien se puede ver una encarnación terrenal de la musa (y que por esta razón siempre es interpretado por una voz femenina). Respondiendo a una petición general, Hoffmann canta la hadada del «pequeño Zack», un enano jorobado. Sin embargo, sus pensamientos están en otro lugar. Piensa en Stella, de la que sabe que está en la ciudad, y el recuerdo de ella se mezcla con imágenes de otras mujeres de su pasado. Gritos de sorpresa le indican que en vez de cantar sobre el enano, canta a una bella mujer; Hoffmann vuelve en sí y termina la alegre balada, cuyo estribillo entonan los estudiantes. Sin embargo, ha despertado la curiosidad de éstos. Deciden no volver al teatro, donde está por terminar el intermedio, sino escuchar a Hoffmann, si éste quiere relatarles la historia de sus aventuras amorosas. Se sirve ponche y crece la expectación. Y Hoffmann comienza: “La primera se llamaba... Olimpia”.

ACTO I
En casa de Spalanzani

La taberna se esfuma y en su lugar aparece el misterioso y mágico gabinete del profesor Spalanzani, cuya última invención es una maravillosa muñeca que canta y baila, se mueve graciosamente y tiene una apariencia tan natural que sería posible confundirla con una joven llena de vida. Particularmente hermosos son sus ojos: han sido fabricados por Coppelius, que sin embargo se siente estafado por Spalanzani. Para que el engaño sea completo, el profesor entrega gafas para ver todo de color de rosa a todos los invitados de una fiesta.
Hoffmann ha observado la muñeca desde la calle y se ha enamorado de ella. Como “discípulo”, logra entrar en la casa del mago para poder acercarse a su  supuesta hija Olympia. Aquel mismo día la presentan a los invitados y deleita a todos los presentes con un aria de coloratura (que a pesar de su melodía lírica siempre produce la impresión de algo mecánico, y cada vez que desciende el volumen de la voz es necesario darle cuerda por medio de un mecanismo que tiene en la espalda). Todos aplauden la lograda construcción; sólo Hoffmann tiene la ilusión de encontrarse ante una joven viva. Por fin puede bailar con Olympia, y cuando ésta responde cada vez con un monótono “sí” a su fogosa petición de mano, cree encontrarse en el cielo. Sin embargo, una disputa entre el mago y su ayudante Coppelius, al que Spalanzani ha querido endosar un cheque sin fondos, significa el fin de Olympia, que sucumbe a manos de Coppelius (sin duda se trata de una encarnación de Lindorf, que aparece en el prólogo). ¡Hoffmann se ha enamorado de un autómata!

ACTO II
Un palacio en Venecia
El acto tercero comienza con la famosa barcarola. Offenbach la tomó de su anterior ópera, Die Rheinnixen, que no había tenido éxito en su estreno en 1864 en Viena. En Los cuentos de Hoffmannel número se ve ampliado hasta alcanzar la forma de gran escena veneciana, un cuadro suntuoso y sensual de la ciudad sobre el agua.
Hoffmann se ha enamorado de la cortesana Giulietta, sin sospechar que es un instrumento del demonio. En un espejo captura no sólo la imagen sino también el alma de sus amantes, para entregarlos al malvado, personificado por Dappertutto. Schlemil, su amante en ese momento, resulta herido por Hoffmann en un duelo. Pero cuando el poeta entra en la habitación de Giulietta, no la encuentra, ésta acaba de salir con otro en una góndola. La barcarola suena suavemente mientras Hoffmann escapa con su fiel amigo Nicklausse.
ACTO III
En casa de Crespel
Es el acto de la joven cantante Antonia. Crespel quiere salvar a su hija Antonia de la tuberculosis, heredada de su madre. Para ello, la joven debe renunciar al canto, don que heredó también de la difunta madre, y debe separarse de Hoffmann, que la ama, pues el poeta despierta en ella el entusiasmo por la música sin sospechar el peligro. El traslado a una ciudad lejana parece haber puesto fin a la relación. Antes de salir, Crespel ordena a su criado Franz que no permita entrar a nadie en la casa. Pasa mucho tiempo antes de que el anciano casi sordo entienda las cosas, pero al final (mientras recuerda su “juventud” en una entretenida aria) resulta que ha malinterpretado las instrucciones y deja entrar a Hoffmann. Antonia se arroja apasionadamente en sus brazos, un dúo deslumbrante y conmovedor une ambas voces. El padre regresa, Hoffmann se oculta y se convierte en horrorizado testigo de la escena siguiente: llega el doctor Mirakel, el médico demoníaco que “trató” a la madre de Antonia y cuya presencia Crespel cree mortal para su hija. El padre se debate con desesperación, pero es imposible librarse del diabólico visitante. Éste establece una misteriosa comunicación con Antonia, que ha huido a su habitación, le toma el pulso, le hace preguntas, le ordena cantar. Mirakel acompaña la canción de Antonia con el inquietante tintineo de sus frascos. Crespel logra por fin echarlo, pero el satánico huésped vuelve atravesando la pared y sigue con aquella infernal magia. Con un último esfuerzo, Crespel echa de nuevo al intruso y sale, mientras sus fuerzas lo abandonan. Aparece Antonia, Hoffmann corre hacia ella: entonces comprende por qué el padre de la joven le ha prohibido seguir cantando. Haciendo un gran esfuerzo y sin poder decirle la verdad, también él suplica a Antonia que abandone para siempre el canto. Pero entonces reaparece de repente Mirakel, Antonia oye su voz y lucha desesperadamente contra la orden de cantar. Mirakel se burla de ella: ¿Quiere abandonar el canto por un amorío? ¿Y todavía se atreve a invocar a su difunta madre, bajo cuyo retrato se ha desvanecido Antonia? ¡La madre en persona debería decidirlo! Y del retrato, que se ilumina de manera misteriosa, sale la voz de la muerta, y hace cantar a Antonia, mientras la siniestra voz de barítono de Mirakel teje con su canto un inquietante contrapunto. En el momento culminante del magnífico y al mismo tiempo horroroso terceto, Antonia cae agonizando. Crespel llega demasiado tarde. Sostiene a la moribunda en sus brazos. Quiere abalanzarse sobre Hoffmann, a quien cree culpable. Hoffmann llama a un médico: en la puerta aparece Mirakel, toma el pulso a Antonia, pero la joven está muerta.
EPÍLOGO

Éstos son los tres cuentos de Hoffmann. Quienes lo rodean, lo han escuchado sin respirar; desde hace un buen rato no han tocado las jarras de cerveza que permanecen sobre las mesas. Hoffmann, en éxtasis y embriagado por el alcohol, parece un irresponsable. De lejos lo contempla Lindorf, sobrio y frío. Se parece de manera notable a Coppelius, a Dappertutto y a Mirakel: los tres sólo son personificaciones del malvado que ha destruido todos los sueños de amor de Hoffmann. Stella abre la puerta, contempla el espectáculo sin entenderlo. Lindorf le ofrece galantemente el brazo y la acompaña, alejándola del espectáculo vergonzoso que ofrece su ex amante. Las luces se apagan, los hombres se pierden lentamente. En el suave resplandor aparece la única mujer que nunca ha defraudado a Hoffmann y que en ese momento lo conduce suavemente a su reino: es su musa.

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